martes, 6 de enero de 2015

Fragmentos, parte 2.

Como buen fan de Tony Bourdain me gusta seguir los pasos del chef franco-americano a través de las diferentes ciudades que recorro. Me gusta visitar los restaurantes que él visitó. Un poco para tratar de sentir que vivo su vida, viajando y comiendo para contarle a los demás, y otro poco para juzgar qué tan bueno es el lugar que él visitó, o si es uno más del montón.

Estábamos en París, invierno, pero de esos inviernos a los que
no estamos acostumbrados en Buenos Aires. Hacía un frío que te pelaba los huesos, yo tenía mi mapa con lugares para comer cerca de los monumentos o museos que íbamos a visitar. Uno cuando es organizado maximiza todo disfrute de sus vacaciones, más cuando te gusta comer y no vas a conformarte con algo tan simple como una hamburguesa en una cadena rápida de concentrados de grasas. Si el clima es hostil, otro motivo para tener el listado de espacios cerrados para entrar a alimentar el alma.

La Torre Eiffel. Sí, ¡mirá qué linda!. Hermosa. A ver, -dije mientras tomaba la foto de rigor- mirame, ahí, -clic-, listo. Vamos a comer, que se me congeló la mano derecha.

Más o menos así.

Minuto más, minuto menos, el viento frío sumado a los copos de nieve que te van avisando que estás por acompañar a Walt Disney en su viaje por el freezer, salimos caminando por el Champ-de-Mars para dejar atrás a este monstruo gigantesco de metal tan hermoso y atractivo, hasta la Rue de Grenelle. Apenas a una cuadra y media del parque llegamos a un bistró, barcito pequeñito, ambientado muy lindo. El toldo rojo conservaba su nombre Le Royal tal cual lo había visto en el programa. Me encanta pararme frente a lugares que vi en programas de cocina y sentir que, por un instante, me habían filmado a mí, justo ahí. 

Entramos y apenas nos sentamos vino un mozo que, calculo, era pariente o algo parecido de los dueños. Uno se da cuenta por la forma en que te atienden si tienen la camiseta puesta o si juegan por un sueldo. Hermano o hijo del dueño, vaya a saber, nos ubicó.

Cuestión que vemos el menú y ordenamos el menu du jour de 11€. En eso llega algo tan simple y magnífico como sólo puede hacer un francés. Ensalada de endivias con queso Roquefort y mostaza de Dijón.

Una simple ensalada que tan sólo tenía 3 ingredientes. Tres y solo tres. Y sin embargo ya me había enamorado de este pequeño barcito que siguió sumando puntaje con el pescado, un filet de lenguado bien rico, cocido en su punto justo, y el churrasco jugoso como lo comen siempre los franceses, como para mojar el pancito de miga elástica en la sangre que se formaba a los costados del plato... pero yo me había quedado congelado en esa ensalada. 

Es triste llegar acostumbrarnos a esa mostaza industrial que se venden en los supermercados y no disfrutar de una buena mostaza, fuerte, intensa, que te pique en la punta de la lengua, y que realce todos los sabores, inclusive cuando sólo tenés algo tan amargo como la endivia y algo tan salado como el queso Roquefort. ¡Como si fuera difícil hacer mi propia mostaza!

Por eso un día decidí tirar a la basura esos sachets de aderezos para panchos y hacer una mostaza con todas las letras.

Si vamos a lo básico, una buena mostaza también es simple. Sólo necesitás semillas de mostaza o si querés podés usar mostaza en polvo (aunque así te sale más picante y su textura es más lisa), vinagre, ajo, aceite de oliva, quizás un poco de vino blanco, sal, y dejar que el producto se exprese por si mismo.

A un océano de distancia puse una ollita en el fuego con algo de agua, apenas, lo suficiente como para tirar las semillas y que se ablanden un poco. Llega a hervor. Listo, a quitar del fuego y dejar que las semillas hagan lo suyo. Después le rallé el ajo y le puse el resto de los ingredientes en esas medidas que salen mejor a ojo que con calculadora.

-¿Pero cuánto de aceite?
-y... ¡yo qué sé!... un poquito. 

Nada más lindo que jugar con lo que tenemos mientras mantenés apretado el botón que acciona la procesadora (mixer para los más modernos) y vas regulando la textura de la mostaza según tu ojo te dice que le falta agua, vinagre, aceite. Probar, meter una cuchara y probar. Dejo el punto justo de sal sabiendo que con los días se concentrará el ácido y lo picante de las semillas que explotan de sabor en mi boca, y por un minuto me transportan a París, a Le Royal, y a una ensalada.

O quizás transporten todo eso a mi mente; a traer de nuevo esas calles frías que eran una buena excusa para caminar enamorado de la mano dándonos calor en el alma.





El Guerrillero Culinario


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1 comentario:

Otroguillo dijo...

Que placer cuando una comida o un olor te lleva de nuevo a un lugar y un momento. Y si encima eso mismo está bien contado hacer que lo vivan otros.
Por muchas más de estas historias, Guerrillero. Salud.